Amar el arte de la fotografía sigue siendo en nuestros días un amor peculiar, un debate romántico inmerso en un mundo donde los adelantos tecnológicos para el procesamiento de imágenes se multiplican y sustituyen unos a otros a gran velocidad, mucho antes de que podamos asimilar los que van quedando obsoletos.
En una vorágine del consumo de imágenes, millones de tomas fotográficas se hacen desde teléfonos móviles a cada momento. Pienso que ni en los sueños más descabellados de Nicéphore Niépce o Daguerre se hubieran imaginado que prácticamente toda la población de una ciudad contaría con una cámara fotográfica que además cargaría a cada momento, para tomar hasta los más inocuos instantes de la vida cotidiana.
A pesar de esa democratización tecnológica, la fotografía nos sigue fascinando: todos queremos ser grandes fotógrafos. Es un hecho incontrovertible, que forma parte de nuestra intrincada genética cultural. Sin embargo, aún sigue destacando el trabajo de los maestros que han hecho de la luz y los instantes una enciclopedia de la poética y las pasiones humanas, creando imágenes que sobresalen por entre las toneladas (o mejor dicho millones de megabytes) de imágenes digitales.
De entre los grandes maestros que abrieron el derrotero que seguiría la estética y narrativa de la imagen fotográfica, Henri Cartier-Bresson es de mis personajes favoritos, y por supuesto que al enterarme de su retrospectiva exhibida en el Palacio de Bellas Artes, la emoción me inquietó hasta el mismo instante en que pude dedicarle toda la mañana de un sábado.
La mirada del siglo XX, es el título de la exposición presentada por Bellas Artes, en colaboración con el centro Pompidou y la fundación Cartier-Bresson. Al entrar a la sala, y desde las primeras piezas, un dibujo que hace de un Boy Scout a su madre, o sus pequeñas primeras pinturas en témpera sobre cartón, intuyes que el viaje va a ser cronológico y escrupuloso.
A manera de prólogo comienzan estas piezas para degustar posteriormente una continuidad de pinturas, collages y fotos con temas surrealistas, sus tomas de la vida cotidiana en África, poco después de haber conculido su servicio militar, por el año 1930, (muchas tomas en picado o con repeticiones y juegos geométricos).
Muchas fotografías rescatadas de su "primer álbum" (un cuaderno de espiral) que forma cuando él decide hacerse fotógrafo, a su regreso de África, son un verdadero lujo. Es como un viaje a la intimidad de su hogar, como si nos permitieran abrir sus cajones y vislumbrar de qué va su vida, todo un viaje a los archivos secretos que todos tenemos en algún lugar de nuestros aposentos.
Fuertemente atraido por los preceptos surrealistas de Breton, Cartier-Bresson explora ese mundo en diferentes direcciones. En la expo se dedica un buen tramo al disfrute de estas imágenes, clasificadas en cinco conceptos que el fotógrafo mantenía muy conscientemente: las tomas Explosivo-Fijas, las Erótico-Veladas, las Mágico-Circunstanciales, la Sal de la Deformación y los Soñadores Diurnos.
Por supuesto, dentro de la sección Explosivo-Fijas, no pude dejar de sobresaltarme por el famoso fotograma Detrás de la estación de Saint-Lazare, de 1932, ejemplo ya de carácter de libro de texto, que ejemplifica categóricamente el Momento Decisivo. Me quedo viendo esta fotografía, y no dejo de preguntarme la posición del fotógrafo, ¿cuánto tiempo estuvo ahí? ¿esperando ese momento, o pasaba por casualidad? ¿quién era el personaje que brinca sobre el agua?
Una hermosa imagen, tomada en sus viajes a México, bella por su movimiento, su estética desenfadada, su descubrimiento del momento de amor entre dos mujeres, al abrir la puerta, según lo relatado en la museografía, también sublime.
Particularmente me llamó mucho la atención un pequeño autorretrato (muy escasos por cierto), de 1932, donde, bajo la categoría de La Sal de la Deformación, aparece Cartier-Bresson, en una "selfie" frente a un espejo de esos de feria, que transforman y alargan las formas, convirtiéndolo en un ser enigmático y achatado.
Posteriormente podemos apreciar su periodo de incorporación a la izquierda anti imperialista, en donde a través de sus viajes retrata el rostro de la pobreza en Francia, España y México. Exponer la injusticia y los contrastes sociales son ya parte importante de su trabajo, y de hecho consigue un trabajo en la prensa comunista.
Al ser enviado como corresponsal a Londres para fotografiar la coronación de Jorge VI, Cartier-Bresson con su mirada particular, evidencia la circunstancia alrededor de la coronación, las tomas no son los clásicos retratos para enaltecer al monarca, sino la expectación del pueblo, tan distinto a la monarquía, tan alejado de los privilegios.
Parte de sus reportajes incluyen la cobertura del fenómeno que causó la instauración de dos semanas de vacaciones pagadas a los trabajadores, como parte de los cambios por la llegada al poder del Frente Popular Francés. Escenas de la gente matando la tarde, o disfrutando de il dolce far niente nos hacen reflexionar acerca de nuestro actual estilo de vida, y de las cosas que damos por hechas, cuando en otro tiempo significaron un logro digno de ser fotografiado.
Les puedo decir que vale la pena leer y escuchar todos los audios disponibles en la sala, y toma su tiempo dedicar cabalmente la atención necesaria a cada sección, pero la recompensa es grande, y vale la pena aprovechar este gran esfuerzo de catalogación, al ser un receptor ávido de los textos, videos y audios dispuestos a lo largo de la exposición.
Hablando de los videos en particular, me llevé una grata sorpresa el haber descubierto que Bresson había sido seducido por el lenguaje cinematográfico, y su acercamiento al cine lo llevó a ser ayudante de Luis Buñuel e incluso colaborador con Jean Renoir. Gracias a una selección de cortos de Renoir, se le puede ver actuando, un verdadero privilegio contextualizado por una magna retrospectiva como lo es ésta.
La fiel documentación fotográfica de el final de la guerra, el fin del nazismo y el regreso de los prisioneros, a quienes se desinfectaba con DDT para evitar las plagas, son documentos que ya hacen vislumbrar su madurez como reportero gráfico. De hecho, al final de su primera retrospectiva, presentada en el MoMA en 1947, funda junto con Robert Capa, David Seymour, George Rodger y William Vandivert la agencia fotográfica Magnum, misma que sería un modelo de calidad mundial en fotoreportajes.
Las imágenes captadas alrededor del mundo, nos hablan de un verdadero pulso de nuestra civilización, los símbolos y personalidades que han revolucionado países y gobiernos, se exponen en la muestra de la mano con los viajes de Cartier-Bresson: Las exequias de Gandhi, el fin del gobierno de Kuomintang en China, con imágenes preocupantes que nos hacen reflexionar por ejemplo en las modernas devaluaciones y el valor del dinero. Fotografías de un poder impactante que retratan la Rusia tras la muerte de Stalin, desde el punto de vista cotidiano, franco y directo desde las entrañas de la sociedad misma.
Al avanzar por los pasillos, volteas al final del mismo, para ver si todavía hay más, si estás a punto de terminar, y descubres que afortunadamente todavía queda bastante que ver: los retratos por encargo, por ejemplo, donde quedan captadas las personalidades de escritores, artistas, filósofos. En particular me gusta mucho el retrato de Alberto Giacometti, quien se ve caminando, como inclinado, emulando la inclinación de una escultura suya, a su lado. Por cierto, me hace recordar aquella excelente exposición de los hermanos Giacometti en el hoy extinto Museo Arte Contemporáneo, en Polanco.
Me sorprendió cómo algunas fotografías formaban un conjunto visual de siluetas que emulan los kanji de la escritura japonesa. La gente es escritura, las figuras un texto.
Algunas escenas del reportaje que Bresson hace de los franceses, me dejan gravitando en su manera de componer las escenas. En particular quedo atrapado por Simiane-la-Rotonde, de 1969.
Ya en las últimas partes de la exposición, los marcadores que han influido en nuestra actual manera de comunicarnos, quedan identificados en fotogramas de la serie: El hombre y la máquina, y el hombre y el consumismo.
He de insistir en que vale mucho la pena esta exposición, con una magnífica museografía y curaduría. Un proyecto árduo de investigación que muy probablemente no se volverá a repetir en muchos años, quizás décadas, si pensamos que su última exposición en Bellas Artes fue en el año 1935, junto con Manuel Álvarez Bravo.
Después de asistir a esta exposición, tomar fotografías se vuelve cada vez más un compromiso, haces más consciente aquello que quieres decir, y en cada disparo, no sólo recuerdas el instante decisivo, sino el fondo, la forma, la composición, el discurso. No es fácil observar, ser un profesional de la observación, pero es necesario esforzarse. En mi caso, escribir y fotografiar van de la mano con ese compromiso, un diálogo discursivo que siempre evoluciona y hay que alimentar, con imágenes, con lecturas.
Después de ver la obra de Cartier-Bresson, estoy seguro que procuraremos un ojo más alerta, y un espíritu más observador. Se los aseguro.
Soy fan de la fotografia a blanco y negro, se siente como un boleto directo a ese lugar en el tiempo.
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