Hoy trato de ponerle palabras a lo que siento por Ernesto Sabato, y me encuentro en el camino de las definiciones, ese camino difícil que nunca tiene una estación fija, ese tren sin itinerario. Pero es lo que hacemos siempre, tratar de encontrar el significado de las cosas, y en estos días de mayo me doy cuenta que la mayor enseñanza que quizás nos haya dejado Sabato, fue la de no renunciar a esa búsqueda interna, a pesar del riesgo de encontrarnos a nosotros mismos, de hallar en esa inspección algunos demonios y fantasmas.
Parto imaginariamente de la estación de ferrocarril de Santos Lugares, estación que le dio nombre al poblado donde vivió Ernesto Sabato durante tantos años, ese poblado al poniente de Buenos Aires que tantas veces incluí en mis planes de viaje, con la ilusión de llegar a conocer al maestro. Tantas veces me soñé tocando a su puerta, y que una señora muy amable salía y me invitaba a pasar, indicándome que el maestro saldría en unos momentos. Parado en la estancia de su casa podía ver varios cuadros pintados por ese misterioso Sabato pintor. Todo quedó en el deseo: la partida del maestro me ha enseñado la contundencia del tiempo.
Siempre me han llamado la atención los escritores prolijos y con una obra bien definida, yo diría lustrosa; si breve, mejor, y mucho me recuerda Ernesto Sabato en cuanto a la cantidad y calidad de su obra a la de Juan Rulfo. Son escritores tan geniales que dejan una gran marca sin necesidad de compendiar su obra en largos e interminables volúmenes de “Obras Completas”.
La primera obra de Sabato que leí fue “El Túnel”, librito que marcó definitivamente mi vida y mi manera de escribir. Ese intrincado laberinto de la obsesión combinada con el amor, encontró en mi un lector ávido de esta tortura intelectual, que fui desentrañando después en el resto de sus novelas.
Después de estas lecturas una persona no puede ser la misma, y descubre quizás las dimensiones de un verdadero autor Latinoamericano, en donde innegablemente la forma de sus relatos es bella, pero el fondo es el sello que une nuestras patrias y borra las fronteras: ese compromiso que Sabato exige: de pensar, de actuar, y de cuestionar incluso exhaustivamente, los conceptos del bien y del mal. En este tiempo, en el que la violencia y el narcotráfico se han apoderado del orden humanitario, comprender el mal y los demonios del espíritu se convierte en una tarea de todos. La evolución democrática y el difícil entretejido de poderes cada vez parecen más un sueño surrealista, incomprensible, quizás como un complot extraño en el que ya no se sabe de qué bando es cada quién… como en el “informe sobre ciegos”, fragmento maestro de la novela “Sobre héroes y tumbas” en donde se transparenta el verdadero horror, la lucha existencial por delimitar el origen y final de nuestro destino, el sudor frío de una paranoia onírica a través de ese genial texto al que Sabato nos prepara para una lectura fuerte y delirante: “Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato”.
Sabato nos legó otra importante lección: el compromiso con nuestro pensamiento, con nuestra obra, es incompatible con el renunciar a la vida, el debate ontológico termina cuando debe de terminar, e irónicamente, aunque llegó a pensar en el suicidio, murió prácticamente a los 100 años de edad. Este espíritu de soportar, de no renunciar, de aguantar, de pelear, es un tinte más a la pintura que conforma su identidad con América Latina, y que desgarradoramente leemos, con un nudo en la garganta, en esa carta denominada “Querido y remoto muchacho” que forma parte de su tercera novela “Abaddón el Exterminador”.
Pienso que la justicia no existiría si no existiera la capacidad de enunciar la verdad, y Sabato, a través de su habilidad y su sencillez, le ha dado voz y capacidad de denuncia a tanta gente que sufrió el horror y las consecuencias de la represión militar, y de la injusticia, a través de ese documento que forma parte de la historia, el “Informe Sabato” y su materialización final en el libro “Nunca más”. En sus propias palabras, Sabato decía que la verdadera justicia sólo la recibiríamos de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión; él no sabía que se estaba describiendo a sí mismo.
Un debate más en la vida de Sabato fue su acercamiento con la ciencia. Fue un hombre que tocó de cerca el rigor del método científico, habiendo conseguido un Doctorado en Física, además de una beca de investigador en el prestigiado laboratorio Curie en París; yo mismo he vivido esa tentación, al haber estudiado Ingeniería Bioquímica, y creo poder comprender de cerca esa misma dicotomía, en la que el llamado creativo te contrapone ante el positivismo científico. En Sabato su vocación venció afortunadamente para todos nosotros, y esa experiencia seguramente enriqueció su comprensión del mundo, experiencia a la que seguramente se aventuró por su natural inclinación por buscar los orígenes y la “verdad”, como en su voz nos ha invitado: “necesitaras de el coraje para decir la verdad, tenacidad para seguir adelante”.
En el mundo no sólo de los escritores, sino del lenguaje en general, no se puede evitar la abrumadora realidad del lenguaje visual, y un escritor como Sabato no quiso quedarse “mudo” en este particular mundo de la creación gráfica, de una semiótica “Sabatiana” que materializa un mundo desgarrador y de un peso existencial que en su obra a veces me recuerda al expresionismo de “El Grito” de Edvard Munch. El mismo Nietzsche compuso música, y esas incursiones en lenguajes que podrían sonar ajenos en filósofos y escritores, son más bien un medio de “desborde” para expresar aquello para lo que las palabras no alcanzan, en un acto de significar con arrojo y valentía en un terreno alternativo.
Llegamos al final de este pequeño viaje, desde nuestra partida de la estación de Santos Lugares, un poco triste porque hay tanto qué decir de Ernesto Sabato, y ningún homenaje estará jamás a su altura; como él decía: “…como cuando se muere alguien que queremos mucho, cuando comprendemos que las palabras son irrisorias, o torpemente ineficaces.” Pero también contento, porque con su partida ha revivido un universo que, si calla de vez en vez, también sabemos que toma su turno para surgir por encima de nuestras conciencias, y orientarnos en los más intrincados laberintos de nuestra existencia.
Nota: Escribo “Sabato” sin la tilde, aunque es una palabra esdrújula, porque el mismo autor no la agregaba.