lunes, septiembre 19, 2011

miércoles, julio 20, 2011

domingo, julio 03, 2011

El sueño infinito de Leonora Carrington


3 de julio 2011

Mi cabeza ha estado dando vueltas,  desde la triste partida de Leonora Carrington, recién el pasado mes de mayo, y la verdad es que no atinaba a encontrar la manera de hablar de ella. Como cuando se va un amigo muy querido y durante el velorio todos hablan de lo bueno que fue: la repetición exorbitante te mantiene callado, porque sientes que un comentario más sería excesivo y de mal gusto, pero te estalla la entraña y lo tienes atrapado en la garganta por días.

Leonora ¿por qué nos dejas tan malitos de nuestro surrealismo?  Ella fue una artista verdaderamente compleja –y completa-  que dejó verter por cada poro su creatividad, transformándose en pinturas, esculturas, vestuarios, novelas y cuentos.

Nacida en Inglaterra en 1917, Leonora Carrington vivió en el convulsionado mundo que se hizo paso entre la guerra y la efervescencia de la intelectualidad en Europa. Ella, un alma emergida de un hogar conservador, recibió los ladrillos que sólo los privilegiados pueden poner en el orden correcto para construir grandes obras. En su caso, Leonora construiría un magnífico faro que nos alumbra con imágenes oníricas incluso hoy, después de su partida.

Su madre Irlandesa intercedió para nutrir a esta joven mente de relatos épicos, personajes y genealogías fantásticas; además, a manera de augurio, le regaló un libro de Herbert Read: El Surrealismo, cuya portada estaba ilustrada por Max Ernst.

En los años 30´s Carrington conocería al pintor alemán Max Ernst, y esta relación apasionada traería consigo una reacción en cadena de sucesos, de entre los cuales destaca el haberse adentrado en el movimiento surrealista desde el meritito centro de su gestación. Con Ernst viviría un tiempo en París, y  participarían juntos en la Exposición Internacional de Surrealismo en París y Ámsterdam. Es en este tiempo que también estaría en contacto con Joan Miró, Pablo Picasso y Salvador Dalí.

En esta época, la garra del movimiento nazi se extiende a Austria, y varios surrealistas, incluyendo a Leonora, se vuelven miembros activos del Kunstler Bund, agrupación de intelectuales antifascistas.
Max Ernst es declarado enemigo del régimen y trasladado a un campo de concentración. Leonora huye a España, ante la inminencia de la ocupación nazi en Francia, conmocionada, con una grave herida emocional,  y terminaría por instrucciones de su padre en un hospital psiquiátrico en Santander.

De ese difícil periodo, la vida y obra de Carrington quedarían marcadas de manera definitiva.
Y he aquí la manera en la que el destino lleva a nuestra pintora a tierras mexicanas: escapa del psiquiátrico y llega a Lisboa, refugiándose en la embajada mexicana, donde conoce al escritor Renato Leduc, con quién se casa y se embarca rumbo a Nueva York.

Ya en México, se divorcia de Leduc y reencuentra a varios compañeros del movimiento surrealista en el exilio, como son André Breton, Benjamín Péret, Alice Rahon, Wolfgang Paalen, y Remedios Varo, entre otros.

En 1946 conoce al fotógrafo Emerico Weisz, con quien se casa. Desde entonces, vivió intercaladamente en México y Nueva York.

Es en México donde su pintura se potencia, y se reviste de un barníz de combinaciones íntimas y personales, de simbolismos célticos, temas Jungianos, animales fantásticos, mujeres, monjas y caballos en  episodios que podríamos situar en lugares conocidos de nuestro país, como su famosa pintura Nunscape at Manzanillo.

Sus pinturas nos llevan a descubrir un universo narrativo tan vasto como sus propios sueños, sus colores no son vibrantes, por el contrario, las tonalidades ocres, verdosas, propias de un mundo inconsciente en donde las siluetas alargadas de sus personajes se proyectan y conviven de la mano de aparatos y muebles maravillosos.

Algunas pinturas de Carrington denotan una influencia de artistas renacentistas, al evolucionar durante varios años, se van haciendo más atemporales, con menos referencias geográficas, y los personajes son una mezcla de animales y seres fantásticos, en situaciones desafiantes de las leyes de la física.

Su obra abarca muchos años de transformaciones, de figuras alargadas, a más regordetas, de colores ocres, a tonos más vivos, y como una constante inmutable: la presencia de la mujer, y los animales.

Leonora Carrington fue una mujer apasionada, adelantada a las circunstancias, luchadora, politizada y dueña de su tiempo, que intentó advertir del peligro del nazismo el en ámbito social y cultural que le tocó; también fue una entusiasta del feminismo incluso antes de sus primeras y claras manifestaciones en México, a finales de los años sesentas.

El arte de Leonora, es el arte de la magia. Sólo a aquellos que creen en la magia pueden adentrarse con placer en este florilegio de símbolos, escenas míticas de ceremonias y procesiones.

No hace poco, esculturas de su ingenio adornaron el Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México. Fue un homenaje previo a su despedida, un desvanecimiento momentáneo, que como un sueño recurrente volverá a nuestra memoria, porque Leonora Carrington seguirá en nuestras historias inconscientes, por siempre, en un sueño surrealista, infinito.

martes, mayo 31, 2011

Un vacío en Santos Lugares -versión sin cortes-

Hoy trato de ponerle palabras a lo que siento por Ernesto Sabato, y me encuentro en el camino de las definiciones, ese camino difícil que nunca tiene una estación fija, ese tren sin itinerario. Pero es lo que hacemos siempre, tratar de encontrar el significado de las cosas, y en estos días de mayo me doy cuenta que la mayor enseñanza que quizás nos haya dejado Sabato, fue la de no renunciar a esa búsqueda interna, a pesar del riesgo de encontrarnos a nosotros mismos, de hallar en esa inspección algunos demonios y fantasmas.

Parto imaginariamente de la estación de ferrocarril de Santos Lugares, estación que le dio nombre al poblado donde vivió Ernesto Sabato durante tantos años, ese poblado al poniente de Buenos Aires que tantas veces incluí en mis planes de viaje, con la ilusión de llegar a conocer al maestro. Tantas veces me soñé tocando a su puerta, y que una señora muy amable salía y me invitaba a pasar, indicándome que el maestro saldría en unos momentos. Parado en la estancia de su casa podía ver varios cuadros pintados por ese misterioso Sabato pintor. Todo quedó en el deseo: la partida del maestro me ha enseñado la contundencia del tiempo.

Siempre me han llamado la atención los escritores prolijos y con una obra bien definida, yo diría lustrosa; si breve, mejor, y mucho me recuerda Ernesto Sabato en cuanto a la cantidad y calidad de su obra a la de Juan Rulfo. Son escritores tan geniales que dejan una gran marca sin necesidad de compendiar su obra en largos e interminables volúmenes de “Obras Completas”.

La primera obra de Sabato que leí fue “El Túnel”, librito que marcó definitivamente mi vida y mi manera de escribir. Ese intrincado laberinto de la obsesión combinada con el amor, encontró en mi un lector ávido de esta tortura intelectual, que fui desentrañando después en el resto de sus novelas.

Después de estas lecturas una persona no puede ser la misma, y descubre quizás las dimensiones de un verdadero autor Latinoamericano, en donde innegablemente la forma de sus relatos es bella, pero el fondo es el sello que une nuestras patrias y borra las fronteras: ese compromiso que Sabato exige: de pensar, de actuar, y de cuestionar incluso exhaustivamente, los conceptos del bien y del mal. En este tiempo, en el que la violencia y el narcotráfico se han apoderado del orden humanitario, comprender el mal y los demonios del espíritu se convierte en una tarea de todos. La evolución democrática y el difícil entretejido de poderes cada vez parecen más un sueño surrealista, incomprensible, quizás como un complot extraño en el que ya no se sabe de qué bando es cada quién… como en el “informe sobre ciegos”, fragmento maestro de la novela “Sobre héroes y tumbas” en donde se transparenta el verdadero horror, la lucha existencial por delimitar el origen y final de nuestro destino, el sudor frío de una paranoia onírica a través de ese genial texto al que Sabato nos prepara para una lectura fuerte y delirante: “Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato”.

Sabato nos legó otra importante lección: el compromiso con nuestro pensamiento, con nuestra obra, es incompatible con el renunciar a la vida, el debate ontológico termina cuando debe de terminar, e irónicamente, aunque llegó a pensar en el suicidio, murió prácticamente a los 100 años de edad. Este espíritu de soportar, de no renunciar, de aguantar, de pelear, es un tinte más a la pintura que conforma su identidad con América Latina, y que desgarradoramente leemos, con un nudo en la garganta, en esa carta denominada “Querido y remoto muchacho” que forma parte de su tercera novela “Abaddón el Exterminador”.

Pienso que la justicia no existiría si no existiera la capacidad de enunciar la verdad, y Sabato, a través de su habilidad y su sencillez, le ha dado voz y capacidad de denuncia a tanta gente que sufrió el horror y las consecuencias de la represión militar, y de la injusticia, a través de ese documento que forma parte de la historia, el “Informe Sabato” y su materialización final en el libro “Nunca más”. En sus propias palabras, Sabato decía que la verdadera justicia sólo la recibiríamos de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión; él no sabía que se estaba describiendo a sí mismo.

Un debate más en la vida de Sabato fue su acercamiento con la ciencia. Fue un hombre que tocó de cerca el rigor del método científico, habiendo conseguido un Doctorado en Física, además de una beca de investigador en el prestigiado laboratorio Curie en París; yo mismo he vivido esa tentación, al haber estudiado Ingeniería Bioquímica, y creo poder comprender de cerca esa misma dicotomía, en la que el llamado creativo te contrapone ante el positivismo científico. En Sabato su vocación venció afortunadamente para todos nosotros, y esa experiencia seguramente enriqueció su comprensión del mundo, experiencia a la que seguramente se aventuró por su natural inclinación por buscar los orígenes y la “verdad”, como en su voz nos ha invitado: “necesitaras de el coraje para decir la verdad, tenacidad para seguir adelante”.

En el mundo no sólo de los escritores, sino del lenguaje en general, no se puede evitar la abrumadora realidad del lenguaje visual, y un escritor como Sabato no quiso quedarse “mudo” en este particular mundo de la creación gráfica, de una semiótica “Sabatiana” que materializa un mundo desgarrador y de un peso existencial que en su obra a veces me recuerda al expresionismo de “El Grito” de Edvard Munch. El mismo Nietzsche compuso música, y esas incursiones en lenguajes que podrían sonar ajenos en filósofos y escritores, son más bien un medio de “desborde” para expresar aquello para lo que las palabras no alcanzan, en un acto de significar con arrojo y valentía en un terreno alternativo.

Llegamos al final de este pequeño viaje, desde nuestra partida de la estación de Santos Lugares, un poco triste porque hay tanto qué decir de Ernesto Sabato, y ningún homenaje estará jamás a su altura; como él decía: “…como cuando se muere alguien que queremos mucho, cuando comprendemos que las palabras son irrisorias, o torpemente ineficaces.” Pero también contento, porque con su partida ha revivido un universo que, si calla de vez en vez, también sabemos que toma su turno para surgir por encima de nuestras conciencias, y orientarnos en los más intrincados laberintos de nuestra existencia.

Nota: Escribo “Sabato” sin la tilde, aunque es una palabra esdrújula, porque el mismo autor no la agregaba.

lunes, mayo 02, 2011

Querido y remoto muchacho


Ernesto Sabato

Fragmento de Abaddón, el Exterminador, 1974.



Me pedís consejos, pero no te los puedo dar en una simple carta, ni siquiera con las ideas de mis ensa yos, que no corresponden tanto a lo que verdadera mente soy sino a lo que querría, ser, si no estuviera encarnado en esta carroña podrida o a punto de po­drirse que es mi cuerpo. No te puedo ayudar con esas solas ideas, bamboleantes en el tumulto de mis fic ciones como esas boyas ancladas en la costa sacudidas por la furia de la tempestad. Más bien podría ayu darte (y quizá lo he hecho) con esa mezcla de ideas con fantasmas vociferantes o silenciosos que salieron de mi interior en las novelas, que se odian o se aman, se apoyan o se destruyen, apoyándome y destruyén dome a mí mismo.

No rehuyo darte la mano que desde tan lejos me pedís. Pero lo que puedo decirte en una carta vale muy poco, a veces menos que lo que podría animarte con una mirada, con un café que tomáramos juntos, con alguna caminata en este laberinto de Buenos Aires.

Te desanimás porque no sé quién te dijo no sé qué. Pero ese amigo o conocido (qué palabra más falaz!) está demasiado cerca para juzgarte, se siente incli nado a pensar que porque comés como él es tu igual; o, ya que te niega, de alguna manera es superior a vos. Es una tentación comprensible: si uno come con un hombre que escaló el Himalaya, observando con suficiencia cómo toma el cuchillo, uno incurre en la tentación de considerarse su igual o su superior, olvidando (tratando de olvidar) que lo que está en juego para ese juicio es el Himalaya, no la comida.

Tendrás infinidad de veces que perdonar ese género de insolencia.

La verdadera justicia sólo la recibirás de seres ex cepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión. Cuando aquel resen tido de Sainte-Beuve afirmó que jamás ese payaso de Stendhal podría hacer una obra maestra, Balzac dijo lo contrario. Pero es natural: Balzac había escri to La Comedia Humana y ese caballero una novelita cuyo nombre no recuerdo. De Brahms se rieron tipos semejantes a Sainte-Beuve: cómo ese gordo iba a hacer algo importante? Un tal Hugo Wolf sentenció en el estreno de la cuarta sinfonía: "Nunca antes en una obra lo trivial, lo vacuo y engañoso estuvieron más presentes. El arte de componer sin ideas ni inspiración ha encontrado en Brahms su digno repre sentante". Mientras que Schumann, el maravilloso Schumann, el desdichadísimo Schumann afirmó que había surgido el músico del siglo. Es que para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico. Y por eso tan pocas veces el creador es reconocido por sus contemporáneos: lo hace casi siempre la posteridad, o al menos esa especie de posteridad contemporánea que es el extranjero. La gente que está lejos. La que no ve cómo tomás el café o te vestís. Si eso le pasó a Stendhal y Brahms, cómo podés desanimarte por lo que diga un simple conocido que vive al lado de tu casa? Cuando apareció el primer tomo de Proust (después que Gide tirara los manuscritos al canasto), un cierto Henri Ghéon escribió que ese autor se había "encarnizado en hacer lo que es propiamente lo contrario de una obra de arte, el inventario de sus
sensaciones, el censo de sus conocimientos, en un cuadro sucesivo, jamás de conjunto, nunca entero, de la mo vilidad de los paisajes y las almas". Es decir, ese presuntuoso critica casi lo que es la esencia del genio proustiano.

¿En qué Banco de la Justicia Universal se pagará a Brahms el dolor que sintió, que inevitablemente hubo de sentir aquella noche en que él mismo tocaba el piano en su primer concierto para piano y orquesta? Cuando lo silbaron y le arrojaron basura? No ya Brahms, detrás de una sola y modesta canción de Discépolo, cuánto dolor hay, cuánta tristeza acumulada, cuánta desolación.

Me basta ver uno de tus cuentos. Sí, ya lo creo que un día podés llegar a hacer algo grande. ¿Pero estás dispuesto a sufrir todos esos horrores? Me decís que estás perdido, vacilante, que no sabés qué hacer, que yo tengo la obligación de decirte una palabra.

¡Una palabra! Tendría que callarme, lo que podrías interpretar como una atroz indiferencia, o tendría que hablarte durante días, o vivir con vos durante años, y a veces hablar y a veces callar o caminar juntos por ahí sin decirnos nada, como cuando se muere al guien que queremos mucho y cuando comprendemos que las palabras son irrisorias o torpemente ineficaces. Sólo el arte de los otros artistas te salva en esos momentos, te consuela, te ayuda. Sólo te es útil (qué espanto!) el padecimiento de los seres grandes que te han precedido en ese calvario.

Es entonces cuando además del talento o del genio necesitarás de otros atributos espirituales: el coraje para decir tu verdad, la tenacidad para seguir adelante, una curiosa mezcla de fe en lo que tenés que decir y de reiterado descreimiento en tus fuerzas, una combinación de modestia ante los gigantes y de arrogancia ante los imbéciles, una necesidad de afecto y una valentía para estar solo, para rehuir la tentación pero también el peligro de los grupitos, de las galerías de espejos. En esos instantes te ayudará el recuerdo de los que escribieron solos: en un barco, como Melville; en una selva, como Hemingway; en un pueblito, como Faulkner. Si estás dispuesto a sufrir, a desgarrarte, a soportar la mezquindad y la malevolencia, la incomprensión y la estupidez, el resentimiento y la infinita Soledad, entonces sí, querido B: estás preparado para dar tu testimonio. Pero, para colmo, nadie te podrá garantizar lo porvenir, porvenir que en cualquier caso es triste: si fracasás, porque el fracaso es siempre penoso y, en el artista, es trágico, si triunfás, porque el triunfo es siempre una especie de vulgaridad, una suma de malentendidos, un manoseo; convirtiéndote en esa asquerosidad que se llama un hombre público, y con derecho (¿con derecho?) un chico como vos mismo eras al comienzo te podrá escupir. Y también deberás aguan tar esa injusticia, agachar el lomo y seguir produciendo tu obra, como quien levanta una estatua en un chiquero. Leé a Pavese: "Haberte vaciado por entero de vos mismo, porque no sólo has descargado lo que sabés de vos sino también lo que sospechás y suponés, así como tus estremecimientos, tus fantasmas, tu vida inconciente. Y haberlo hecho con sostenida fatiga y tensión, con cautela y temblor, con descubrimientos y fracasos. Haberlo hecho de modo que toda la vida se concentrara en ese punto, y advertir que es como nada si no lo acoge y da calor un signo humano, una palabra, una presencia. Y morir de frío, hablar en el desierto, estar solo día y noche como un muerto".

Pero sí, oirás de pronto esa palabra —como ahora, donde esté Pavese oye la nuestra—, sentirás la anhelada presencia, el esperado signo de un ser que desde otra isla oye tus gritos, alguien que entenderá tus gestos, que será capaz de descifrar tu clave. Y entonces tendrás fuerzas para seguir adelante, por un momento no sentirás el gruñido de los cerdos. Aunque sea por un fugitivo instante, verás la eternidad.

No sé cuándo, en qué momento de desilusión Brahms hizo sonar esas melancólicas trompas que oímos en el primer movimiento de su primera sinfonía. Quizá no tuvo fe en las respuestas, porque tardó trece años (¡trece años!) para volver sobre esa obra. Habría per dido la esperanza, habría sido escupido por alguien, habría oído risas a sus espaldas, habría creído advertir equívocas miradas. Pero aquel llamado de las trompas atravesó los tiempos y de pronto, vos o yo, abatidos por la pesadumbre, las oímos y comprendemos que, por deber hacia aquel desdichado tenemos que responder con algún signo que le indique que lo comprendimos.

Estoy mal, ahora. Mañana, o dentro de un tiempo seguiré.